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  • El cuarto de los cachivaches

    El cuarto de los cachivaches

    En uno de los rincones de la sala de granito celeste, justo donde por muchos años estuvo la repisa de los muertos —una cómoda de madera que juntaba polvo y flores secas frente a las fotos de los abuelos—, jugaba yo a imaginar que manejaba un colectivo. Me sentaba sobre un banquito de mimbre y sobre el asiento de una silla de madera de adultos giraba un volante de camión que había llegado a la casa como tantos otros objetos, de la manera más azarosa y antojadiza posible, en manos de mi abuela, mis tías o algún conocido, y muchas veces sin que nadie supiera recapitular muy bien la historia detrás cómo habían dado con ellos.

    En aquel entonces poco me interesaba de dónde salió el volante. Doblaba en esquinas imaginarias y mientras tanto lo sacudía de arriba a abajo, golpeándolo, para imitar los sacudones del adoquinado que todavía hoy está sobre la calle Azopardo. Creo que manejaba un 86. Hasta había pegado en el respaldo de la silla un espejito imitando los retrovisores del colectivo. Entonces hacía que mi tía o mi mamá se sentaran detrás y fingieran ser mis pasajeras. Sólo sería capaz de ver sus piernas y sus rodillas desde mi banquito de mimbre, ahora no más grande que el largo de mi pie derecho.

    Perdí la cuenta de cuándo este juego se volvió aburrido. Habrá sido sin duda cuando superé la altura del volante sobre la silla de madera, aunque lo más probable es que haya sucedido en el momento mismo en que mis caderas no entraron más en la sillita de mimbre. Durante algún tiempo el volante, la silla y la sillita permanecieron en ese rincón sin que nadie jugara con ellos. Cuando luego de un período de tiempo decoroso y aún mayor se evidenció que la madurez para este tipo de diversiones había llegado definitivamente, el volante, la silla y la sillita fueron a parar al cuarto de los cachivaches.

    El cuarto de los cachivaches está a medio camino del pasillo que conecta dos extremos del departamento. En uno de ellos está la cocina; en el otro, la habitación y un poco antes de llegar a ella el acceso a la sala del piso celeste. El dintel de la puerta de este ambiente es pequeñito en comparación con el resto de las puertas de la casa, todas ellas proporcionadas a los más de tres metros de altura del techo. Esta característica hace parecer al cuarto como de segunda categoría, como si su lugar no estuviera acá en esta casa sino en otro donde no era un hermano menor, pobre y adoptado. Y aunque hay una entrada más grande en la esquina opuesta donde yo me sentaba a jugar que manejaba un colectivo, ésta está ya clausurada y la falta el marco superior que se extiende casi hasta el techo rematando la puerta, de modo que se trata de una puerta grande, sí, pero bastarda.

    A pesar de todo había grandes planes para esta habitación. Durante un tiempo la familia la había usado de comedor diario. Frente a la ventana que daba al pulmón de aire del edificio había una mesa, con su juego de sillas alrededor, y en el extremo opuesto a la diminuta puerta, contra la pared, una vitrina con platos y cubiertos de uso diario. El piso estaba preparado para que le colocaran unas baldosas de granito similares a los de las otras dos salas de la casa, pero en color beige. Así, todo estaba listo para incorporar este cuarto a la familia de la casa.

    Pero esto nunca pasó.

    Una tarde mi abuelo viajaba en el subte cuando lo fulminó un ataque al corazón. A mi abuela se lo comunicaron desde la comisaría cerca de casa y le hicieron el favor de entregarle el cuerpo sin hacerle autopsia para que lo pudiera enterrar cuanto antes. Entonces ella, que hasta entonces había sido ama de casa, que había dejado su Italia natal a regañadientes, siguiendo a sus hermanos, convencidos de que la Argentina de la posguerra era un país más próspero que su patria, tuvo que hacerse cargo de las dos hijas adolescentes y una de tres años, y salió a trabajar. El comedor diario dejó de ver muchos almuerzos diarios ya que de día las chicas estaban en el colegio, y de noche mi abuela salía a cuidar algún enfermo.

    Con el tiempo, el cuarto fue desplazando a la gente a otros ambientes de la casa. Empezó a llenarse de objetos: sillas rotas, muebles a los que le faltaba una de las ruedas (pero que ya se lo irían a arreglar), canastos, bolsas y diarios viejos que siempre para algo sirven. Se irritó de que nunca la hubieran puesto el suelo, y dejó caer para siempre la persiana que daba al pulmón del edificio tiñendo todo de una penumbra gris.

  • Sábado 21 de marzo de 2020

    Sábado 21 de marzo de 2020

    Vivimos sobre una avenida muy ruidosa. Si nos pusiéramos a contar cuántos camiones, colectivos y autos pasan durante el día, tendríamos más que todas las luces vemos encenderse por la noche en todas las ventanas de todos los edificios a la vista (y son bastantes ventanas y cada vez más edificios). Pero la verdad es que pasan tantas carrocerías que nos cansaríamos de contarlas a poco de haber empezado.

    El primer gran cambio desde la cuarentena es el silencio atronador. Si salimos al balcón a conversar, nos bastaría hablar en suspiros para entendernos. Vemos cambiar los semáforos de rojo a verde con tristeza; un resabio de lo anterior. Le hablan a nadie, como una carta escrita y nunca entregada, pero con la tenacidad de un programa de radio que nadie escucha. A veces por la tarde se pueden escuchar desde la ventana de la habitación retazos de conversaciones de gente que salió a pasear al perro o de parejas que van a comprar. De noche, sube el sonido de los grillos en los árboles y se cuela desde lejos la cháchara de la radio policial. Un poco más adelante, debajo de la autopista, improvisaron un retén: flanqueados por conos anaranjados y blancos, dos patrulleros, uno en el carril norte y el otro en el carril sur, están parando autos al azar.

    Antes de la cuarentena, ahí mismo se escondían los del control de tránsito para hacer controles de alcoholemia esporádicos a los autos que pasaban zumbando los sábados a la madrugada, gente de fiesta que va o que vuelve de algún boliche. Entonces en lugar de escucharse la radio policial se oían priii priii los silbatazos que daban para detener a unos y a otros, y por la mañana, amanecían trasnochados en la vereda y como abandonados por la bajamar los autos de los conductores que habían dado positivo.

    Pero hoy no hay bailes en la madrugada ni gente de fiesta. Las luces de los patrulleros titilan toda la noche: se filtran entre las ramas del árbol y las hojas que bailan al viento, y dibujan formas infinitas y azuladas en las paredes.

  • Treceveintiuno

    Nos mudamos a una casa de muertos. Por todos lados hay cosas que otros nos han dejado, restos de la vida que vivieron y de la que no llegaron a vivir. Había roperos que no habíamos elegido, y dentro de los roperos, ropa que no era nuestra. Los cajones rebalsaban de papeles viejos; en su mayoría eran recordatorios de citas, números de teléfono que ahora no responderá nadie, sobres de azúcar robados después de algún café en el centro, tarjetas de negocios que vaya a saber si existen todavía. No faltaba en el fondo de alguna cartera la ocasional pastilla de Sertal que no curó ninguna indigestión. Hay también las cartas de gente que nunca conocí, escritas en italiano. A través de la caligrafía titubeante y de un idioma y una vida que me cuestan conocer, se perciben las confesiones de una mujer a veces cansada, y otras, desalentada, confiadas a alguien al otro lado del Atlántico. Hay —también— las fotos en blanco y negro de tantos parientes que para siempre cayeron en el olvido cuando murió mi tía, muy posiblemente la última persona capaz de contarme quiénes eran. Miro en los cartones polvorientos alguna escena rural, acaso en Italia, o una excursión afortunada en la que la foto es todo menos una improvisación; los protagonistas son parientes míos y lo sé únicamente porque sus fotos están en casa; en sus rostros me cuesta encontrar algún gesto o rasgo que compartamos. Las generaciones entre nosotros han borroneado con el tiempo los recuerdos y también las facciones.   

    II

    Nos mudamos a una casa de muertos. Para la época en que mi mamá nació, ya casi todos en la familia estaban viejos o envejecidos, que para una nena es lo mismo. Otros, más adelantados, ya habían fallecido. Esta casa, con todos sus achaques de casa añosa y sus historias de parientes desconocidos, es uno de mis lugares en el mundo; la conocí toda la vida.

    En la pieza donde dormimos, agonizó sin morir mi abuela. Una de las últimas veces que la visité, después de mucho tiempo de no venir, me preguntó si ya estaba en la universidad, si ya estaba cursando en el CBC, que por entonces estaba enfrente. Yo tenía 15 años y era claro que en el delirio de su postración el tiempo se había confundido. Lejos de su casa, murió en un hospital gris del conurbano, adonde la había arrastrado un PAMI desastroso e inhumano. En esta casa también se empezó a morir mi tía, acaso en la tristeza de una soledad que no supimos entender y que llegamos tarde para revertir.

    En el verano, los árboles crecen en el baldío contiguo y se multiplican sus hojas verdes, entre un laberinto de ramas que acarician en el viento las paredes calientes. Por la noche, las luces de los autos de la avenida rebotan en el techo y dibujan paisajes y formas fantasmagóricas que se animan en la antesala del sueño. Todo el día, todo el año, zumban los motores en el asfalto incesante, se descuelgan de la autopista cercana los quejidos fatigados de los camiones que después de trepar una rampa, se pierden sobre el horizonte.

    A veces creo que la casa también se quiso dejar morir. Se había tornado oscura. Los vidrios se empañaron y el aire era denso, espeso y envilecido y caía sobre todas las cosas con una pátina de polvo que no dejaba espejo sin empañar ni mueble sin abrazar. Pero esta no es más una casa de muertos, y a medida que la luz entra en unas paredes limpias, el polvo cede. Los muebles se van, y con ellos las ropas de los muertos a quienes nunca nos llegamos a presentar juntos. Seremos quienes vayamos a ser. Somos tus nuevos inquilinos.

    Creo que la casa lo empieza a entender.