Vivimos sobre una avenida muy ruidosa. Si nos pusiéramos a contar cuántos camiones, colectivos y autos pasan durante el día, tendríamos más que todas las luces vemos encenderse por la noche en todas las ventanas de todos los edificios a la vista (y son bastantes ventanas y cada vez más edificios). Pero la verdad es que pasan tantas carrocerías que nos cansaríamos de contarlas a poco de haber empezado.
El primer gran cambio desde la cuarentena es el silencio atronador. Si salimos al balcón a conversar, nos bastaría hablar en suspiros para entendernos. Vemos cambiar los semáforos de rojo a verde con tristeza; un resabio de lo anterior. Le hablan a nadie, como una carta escrita y nunca entregada, pero con la tenacidad de un programa de radio que nadie escucha. A veces por la tarde se pueden escuchar desde la ventana de la habitación retazos de conversaciones de gente que salió a pasear al perro o de parejas que van a comprar. De noche, sube el sonido de los grillos en los árboles y se cuela desde lejos la cháchara de la radio policial. Un poco más adelante, debajo de la autopista, improvisaron un retén: flanqueados por conos anaranjados y blancos, dos patrulleros, uno en el carril norte y el otro en el carril sur, están parando autos al azar.
Antes de la cuarentena, ahí mismo se escondían los del control de tránsito para hacer controles de alcoholemia esporádicos a los autos que pasaban zumbando los sábados a la madrugada, gente de fiesta que va o que vuelve de algún boliche. Entonces en lugar de escucharse la radio policial se oían priii priii los silbatazos que daban para detener a unos y a otros, y por la mañana, amanecían trasnochados en la vereda y como abandonados por la bajamar los autos de los conductores que habían dado positivo.
Pero hoy no hay bailes en la madrugada ni gente de fiesta. Las luces de los patrulleros titilan toda la noche: se filtran entre las ramas del árbol y las hojas que bailan al viento, y dibujan formas infinitas y azuladas en las paredes.
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